Mi padre era un
hombre bueno,
trabajador,
tranquilo y que,
a su modo –muy
particular por
cierto – nos
hacía sentir a
mi madre, a mis
hermanos y a mi
cuánto nos
amaba.
No le era fácil
demostrar sus
sentimientos y
tener gestos
afectuosos, pero
lo que realmente
era imposible
era acercarse a
él con una
caricia, un
beso, una
palmada en los
hombres. Estimo
que de pequeños
nos lo había
permitido, pero
yo ya no podía
recordar cuánto
hacía que no
acariciaba a mi
padre.
Era extraño
porque era un
hombre muy
bueno, ni mi
madre, ni mis
hermanos, ni yo
jamás dudamos de
su amor. Sin
embargo, no
podíamos
acercarnos a él,
se incomodaba al
mínimo roce y
nos hacía sentir
que nuestras
demostraciones
de afecto no
eran
bienvenidas.
Jamás lo pude
entender. Barajé
muchas
posibilidades:
que no había
sido amado de
pequeño, que
alguien lo había
maltratado y
mucho, que había
sufrido algún
trauma en su
infancia, lo que
fuera que me
hiciera
comprender por
qué le costaba
tanto aceptar un
gesto de cariño.
Un día de esos
que parecen
ordinarios, como
tanto otros pero
terminan no
siéndolo, pude
entender.
Mi padre criaba
caballos y era
infinito el amor
que les
prodigaba, los
cuidaba como a
hijos, los
trataba con
dulzura y hasta
podría decir que
cuando él les
hablaba, ellos
entendían.
Ese día decidí
acompañar a mi
padre a darle de
comer a los
caballos, no
recuerdo haberlo
hecho de pequeño
y menos aún de
adulto.
Era hermoso ver
cómo se
relacionaba con
esos animales,
casi conmovedor.
Me dio un puñado
de alfalfa y me
dijo:
-Mientras se lo
ofreces,
acaríciale la
frente, debajo
del pelaje que
parece un
flequillo.
Lo miré casi con
enojo, no
recuerdo que de
pequeño me
hubiesen
acariciado
mientras me
daban de comer.
Lo hice, pero no
estuvo bien.
-Con más
fuerza-dijo mi
padre- debes
acariciarlo con
mucha fuerza,
casi presionando
su piel. Los
caballos tienen
la piel muy dura
¿sabes? Si no lo
haces con
fuerza, no
notarán tu
caricia. Será
como si nada
hubieses hecho,
como si no le
hubieses
demostrado tu
amor.
Lo volví a
hacer. Esta vez,
tal como me
había indicado
mi padre y la
paz con la que
ese animal comió
y cómo recibió
mi caricia me
demostraron
sabía de lo que
hablaba.
Recién ahí me di
cuenta que mi
padre también
“tenía la piel
dura”, que no
había nada
extraño en su
persona o su
historia, ningún
trauma, ningún
episodio digno
del olvido o
falta de amor.
Sólo tenía la
piel dura para
recibir amor y
si uno quería
dárselo, debía
hacérselo sentir
con más fuerza
que a los demás.
Pensé en que
suele ser más
común que cueste
demostrar el
amor que el
hecho de
recibirlo, pero
que esto en modo
alguno era
imposible. Por
la razón que
fuese a mi padre
le costaba
recibir y yo
jamás me había
dado cuenta. Era
solo eso, le
costaba recibir,
pero ello no
significaba que
no quisiera una
demostración de
amor o que no la
estuviese
esperando casi
con
desesperación.
Me pregunté
cuántas veces lo
había juzgado,
cuántas veces me
había quedado
con esa imagen
de hombre duro
que mi padre
mostraba,
cuántas más
veces había
pensado que no
le importaba o
no necesitaba
que le
demostrásemos
nuestro amor y
lo equivocado
que había
estado.
Ya no podía
modificar el
pasado y tal vez
no me alcanzaría
la vida para
ponerme al día
con todas las
demostraciones
de amor que no
supe cómo
hacerle sentir.
No me importó.
Ese día fue un
comienzo, porque
cuando uno
entiende, cuando
uno comprende al
otro, siempre es
el comienzo de
un camino mejor.